Como un corredor antes de salir.
Como un galgo antes del disparo.
Como el instante que precede al bombardeo.
Como el segundo anterior a un paro cardíaco.
Como el centímetro que hay justo antes del choque en un accidente.
Sin pulso, con el corazón a toda máquina.
Guardando la primera lágrima. Sabes que detrás irán billones.
El tiempo se ralentiza mientras abres la puerta. Está lloviendo en blanco y negro.
Un suspiro te impulsa y te echas a correr, queriendo alcanzarlo. Lo tienes delante y no puedes tocarlo.
Corres, y se escapa delante tuyo.
Cae la primera lágrima, se te escapó. Detrás la segunda, y la tercera. Una mezcla homogénea de sudor, lágrimas y lluvia te empapa, pero no te detienes.
No hay coches, no hay personas por la calle. No hay semáforos, ni sol, ni luna.
Corres más rápido. Está en el horizonte, y cada zancada que das lo aleja esa misma distancia más allá.
Está ahí, y no está. Le gritas que pare, pero no te oye. Le exiges que te escuche, pero te ignora.
No para de llover, empieza a aparecer un sobrealiento que te deja sin fuerzas.
Paras, levantas la vista, y ahí sigue. Inmóvil, esperando a que arranques a correr de nuevo.
Como un polo opuesto que no puede mantenerse a menos de la distancia energética mínima.
Condenado a vivir contemplándolo a unos metros de tí, sin poder alcanzarlo.
Siempre llueve en tus ojos, porque verlo te quema, y necesitas socorrer ese fuego.
Condenado a extinguir ese ardor, sin poder decirle que su intocable presencia es el origen de ese incendio.
Condenado a obviarlo, condenado a odiarlo, porque quema un poco menos.
Como un galgo antes del disparo.
Como el instante que precede al bombardeo.
Como el segundo anterior a un paro cardíaco.
Como el centímetro que hay justo antes del choque en un accidente.
Sin pulso, con el corazón a toda máquina.
Guardando la primera lágrima. Sabes que detrás irán billones.
El tiempo se ralentiza mientras abres la puerta. Está lloviendo en blanco y negro.
Un suspiro te impulsa y te echas a correr, queriendo alcanzarlo. Lo tienes delante y no puedes tocarlo.
Corres, y se escapa delante tuyo.
Cae la primera lágrima, se te escapó. Detrás la segunda, y la tercera. Una mezcla homogénea de sudor, lágrimas y lluvia te empapa, pero no te detienes.
No hay coches, no hay personas por la calle. No hay semáforos, ni sol, ni luna.
Corres más rápido. Está en el horizonte, y cada zancada que das lo aleja esa misma distancia más allá.
Está ahí, y no está. Le gritas que pare, pero no te oye. Le exiges que te escuche, pero te ignora.
No para de llover, empieza a aparecer un sobrealiento que te deja sin fuerzas.
Paras, levantas la vista, y ahí sigue. Inmóvil, esperando a que arranques a correr de nuevo.
Como un polo opuesto que no puede mantenerse a menos de la distancia energética mínima.
Condenado a vivir contemplándolo a unos metros de tí, sin poder alcanzarlo.
Siempre llueve en tus ojos, porque verlo te quema, y necesitas socorrer ese fuego.
Condenado a extinguir ese ardor, sin poder decirle que su intocable presencia es el origen de ese incendio.
Condenado a obviarlo, condenado a odiarlo, porque quema un poco menos.
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